¿Estamos listos para dejar morir la idea de que toda relación entre un hombre y una mujer tiene que implicar algo más? Algo romántico, algo sexual, algo que trascienda el simple encuentro humano.
Desde la infancia, nos enseñan a pensar los vínculos entre los sexos en clave de pareja. Desde muy niños, los adultos suelen bromear con los “novios”, los adultos aplauden si un nene le da un beso a una nena. No se habla de amistad, sino de un ensayo amoroso. A esa edad, ya aprendemos a leer la cercanía entre hombres y mujeres como una anticipación del deseo. Y en esa lectura se nos escapa algo más importante: la posibilidad de construir educación emocional, de enseñar a vincularse sin apropiarse, de acompañar sin esperar retribución.
Quizás por eso, cuando crecemos, sigue pareciendo extraño que entre un hombre y una mujer haya amistad sin segundas intenciones. Persisten las sospechas, las confusiones, los malentendidos. Pero no nacen del misterio entre los géneros, sino de una cultura que convirtió el afecto en un territorio de intercambio. Donde el gesto amable puede malinterpretarse como invitación, y la empatía, como una puerta entreabierta.
Esa confusión no es inofensiva. Se vuelve peligrosa cuando se traslada al espacio público y se traduce en acoso. En la Argentina, nueve de cada diez mujeres atravesaron alguna situación de acoso callejero y el cien por ciento desarrolla estrategias para sentirse más seguras: evitar calles oscuras, no mirar a los ojos, cambiar de ropa, mandar mensajes al llegar. Lo que debería ser un trayecto cotidiano se convierte en un cálculo de supervivencia. Y no se trata solo de miedo, sino de una educación sentimental que aún enseña que el cuerpo femenino está disponible para la mirada o para el contacto.
Hace unos días, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, fue manoseada en plena calle durante un acto público. No hubo violencia explícita, ni palabras, ni amenazas. Solo una mano que se sintió con derecho a tocar. El episodio podría parecer menor, pero condensa una idea enorme: la dificultad que todavía existe para entender que el cuerpo de una mujer no está ahí para ser probado, ni admirado, ni poseído. Es el mismo reflejo que se activa cuando un desconocido silba, opina o invade el espacio de otra persona bajo la excusa de la atracción.
Un propósito
En el fondo, el acoso y el malentendido parten de la misma raíz: la creencia de que los gestos entre hombres y mujeres deben tener un propósito. Que si hay contacto, debe ser deseo; que si hay ternura, hay promesa. Una idea tan arraigada que ha convertido la empatía en sospecha. A muchos hombres les enseñaron que la ternura es un privilegio que se gana, no una forma básica de humanidad. Y a muchas mujeres, que deben desconfiar de cualquier gesto amable, porque siempre podría haber una intención escondida.
México: detienen a un hombre por acosar y manosear a la presidenta Claudia Sheinbaum en pleno acto públicoTal vez por eso las amistades entre hombres y mujeres siguen siendo una revolución pendiente. Porque ensayan otra forma de vínculo, una que no se sostiene en el deseo ni en la competencia, sino en la igualdad. Una amistad que no tiene que probar nada, que no busca beneficios ni equilibra deudas, sino que habilita algo distinto: verse y ser visto sin la carga de lo que el otro podría representar.
Hablar de educación emocional, entonces, no es una frase bonita. Es pensar qué nos enseñaron sobre el afecto, cómo aprendimos a mirar y a ser mirados. Y, sobre todo, qué podríamos cambiar si empezáramos a enseñar que el respeto no es cortesía, sino una forma de reconocer al otro como alguien completo, sin apropiarlo ni reducirlo a un rol.
Tal vez el desafío no sea solo erradicar el acoso, sino desaprender el guion que lo precede: el que asocia el interés con el derecho, el deseo con la invasión y la cercanía con la posesión.
Y quizás, si logramos dejar morir esa idea, podamos empezar a imaginar relaciones donde lo único que implique algo más sea la posibilidad —tan simple y tan rara— de tratarnos con humanidad.